Código judicial o
recetario del oficio de juzgar
(Segunda Parte)
3º.- El juez es siervo de la ley e instrumento al servicio de ella. La simple elección del oficio lleva
consigo la renuncia a cualquier tentación de espiritismo.
Ha de ser cosa bien sabida por el
juez que su conciencia no puede suplir a
la voluntad de la ley. Todo el interés se encuentra en aplicar la ley y
detrás de esto no hay nada, salvo el fin.
El juez puede pensar lo que quiera,
pues es un derecho que le asiste como a cualquier hijo de vecino, pero el
desoír la ley abre las espitas de la resolución injusta. Decir, por ejemplo,
que es una persona comprometida o con
imaginación creativa que tiene que interpretar la ley no de manera
técnica sino ideológica, constituye una perversión jurídica.
El uso alternativo del Derecho suele
degenerar en abusos alternativos del Derecho. La radicalización del derecho
libre es un bárbaro y ruinoso ataque a la seguridad jurídica. En un Estado
de Derecho quien manda es la Ley; pero la ley nacida del parlamento y no de
la mente caprichosa del juez, que es conducta, además de inmoral, dañina para
el buen orden y concierto social.
No cabe duda de que quien se niega a aplicar la ley a
sabiendas de su claridad, en lugar de ser siervo de la ley
--palabras de Montesquieu – es un tirano que fuerza al texto legal a decir
cosas que jamás el legislador pensó.
4º.- El juez debe ser tan imparcial como un espejo
plano y ha de acreditarla en el ejercicio de sus funciones.
La imparcialidad de un juez consiste en no estar, ni haber
estado en posición de parte. La Ley no le excluye porque sea parcial sino por temerse,
fundamentalmente, que lo sea.
5º.- En la conciencia
del juez ha de ser nítida la linde de lo que se debe y puede hacer.
En pura ley moral, el fin no justifica los medios. EL
juez que crea lo contrario ha de confesar su preferencia por la siempre
peligrosa razón de Estado, esa caduca teoría de Maquiavelo que tanto éxito tuvo
y tiene aún entre ingenuos y mediocres.
Fuente: Diario El Mundo